Tuvo que haber un levantamiento en Chiapas para que Magdalena volviera a hablar su lengua y regresara a portar su vestimenta. Cuenta que antes, por la discriminación alentada por personajes como La India María, se forzó a hablar español, a rizarse el pelo y hasta a usar zapatos de tacón, aunque, dice, “lo que traía dentro nadie me lo podía arrancar”.
Hoy la Concejala mazahua camina erguida por las calles de la Ciudad de México, con su falda y blusa plisadas en colores brillantes y su larga y entrecana cabellera trenzada con grandes listones. “Es lo que recuperé gracias a los zapatistas y esto es lo que realmente soy”, dice, mientras ofrece sus bordados de punto de cruz sentada a los pies del monumento a la fundación de la Gran Tenochtitlan, justo frente a la Suprema Corte de Justica de la Nación, la misma que le otorgó el amparo para ser liberada, absuelta de todo cargo, luego de 18 meses de injusto encarcelamiento.
Ni el consabido “usted disculpe” le dieron a Magdalena cuando le abrieron las puertas de la cárcel. “Viví en carne propia la represión. Fue un momento doloroso de dejar la familia, de que ya no encontré vivos a los que estaban enfermos cuando entré, de no ver a mis nietos nacer. Pero no todo es malo, es una experiencia a la vez bonita, porque en vez de callarnos se extendió la semilla. Se sembró más porque se hizo consciente la gente”, dice Magdalena en la entrevista que transcurre entre el Zócalo capitalino y la comunidad mazahua de San Antonio Pueblo Nuevo, municipio de San José del Rincón, Estado de México, donde nació.
Defensora de los derechos de los indígenas radicados en la Ciudad de México y activista de La Otra Campaña, iniciativa zapatista que en el 2006 recorrió el México de abajo, Magdalena García acudió al llamado de solidaridad de los floristas reprimidos en San Salvador Atenco y Texcoco en mayo del 2006, cuando, como lo consignó Amnistía Internacional, la policía federal incurrió en graves violaciones a los derechos humanos durante las masivas detenciones de activistas y ejidatarios, incluyendo evidencia de abuso sexual contra al menos 26 mujeres.
Magda fue con un grupito de mazahuas a Chiapas, atendiendo a la convocatoria de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona lanzada por el EZLN en 2005. “Yo venía caminando con La Otra Campaña y quedé en hablar el 1° de mayo en el Zócalo junto al subcomandante Marcos. Ahí hablé y dije que las calles eran de nosotros, los que más teníamos hambre. Eso fue el 1° de mayo de 2006, y el 4 íbamos a hacer un recorrido en la vía pública. Pero el 3 surgió el problema de los floristas de Texcoco, que no los dejaban vender en el mercado, y los de San Salvador Atenco habían ido a apoyarlos. En el evento de Tlatelolco escuché a América del Valle. Dijo que las floristas fueron detenidas, golpeadas, sacadas de su casa. También dijo que si podían llegar a Atenco, porque habían matado a un niño”.
Por la noche, recuerda, “otro grupito y yo analizamos si queríamos ir a solidarizarnos en el velorio del niño en Atenco. Yo sí quise ir y fuimos tres personas. También iban a hacer una marcha, entonces llevamos fruta picada, chicharrones y papas para venderlas, porque eso hacemos. Casi a las seis de la mañana del día 4 llegaron los policías, los granaderos. Yo estaba arriba en la camioneta. Echaban bombas, parecía avispero con los helicópteros arriba. Cerramos la puerta de la camioneta para que no nos vieran, pero ni cuenta me di de cómo destaparon la parte de atrás para bajar a un compañero. Yo estaba adelante y un granadero me jaló de mi cadenita y otro bajó al otro compañero. Les empezaron a pegar y me bajaron a mí, me querían robar lo que traía en la bolsa. Luego me golpearon, me amenazaron, me encarcelaron. Estuve un año en el penal de Santiaguito, en Almoloya, como si fuera una criminal peligrosa”.
Aquel día sangriento aventaron a Magdalena en una camioneta boca abajo y entre varios policías la empezaron a patear. “Me pisaron con sus botas, que tenían como clavos. Iban también otras personas y les tiraron como ceniza caliente y les quemaron la panza. Yo sentía que me iba a morir. En un momento pensé que me ahogaba, porque traía un jorongo”. En el camión al que la subieron vio “los montones de gente encimada”, unos cuerpos sobre otros, y escuchó los quejidos de la gente. “Yo no quería pisarlos, pero ellos me jalaban los cabellos para llevarme hasta atrás pisando a todos. Me encimaron sobre dos más y me pusieron el pie. Yo estaba llena de sangre por los golpes de los toletes. Dijeron que si alguien se movía, que lo mataban. Y pues yo tenía mucho miedo”.
A Magdalena y a más de 100 detenidos los llevaron al penal de Santiaguito. “Yo pensé que éramos pocos, pero adentro había un montón golpeados, heridos. Me deprimí. No quería vivir, pero después pensé que en cualquier lado en el que uno esté, puede trabajar. Y entonces me puse a bordar”.
La acusaron de delincuencia organizada, secuestro equiparado y ataques a las vías de comunicación. Amnistía Internacional tomó el caso y la declaró “presa de conciencia”, y en más de 80 países se movilizaron por su libertad. Hasta el penal le llegaba información de los plantones exigiendo justicia. Y afuera hasta serenata le llevaban. “¡Magdalena, te queremos un chingo!”, le gritaban.
Estuvo un año en Santiaguito y seis meses y cinco días en el penal de Molino de Flores, Texcoco. “Lo que me dio fuerza era que yo no era lo que ellos decían. Sabía que algún día iba a salir y a demostrar que era inocente. No era una secuestradora, sólo hablaba por la lucha, por un cambio. Nunca iban a encontrar algo malo de mí”, dice Magda, quien recuerda cada minuto vivido en la cárcel como si hubiera sido ayer. “Salí absuelta, sin culpa de nada, porque no hice nada. Pero los que de verdad hacen, están libres y pasean por todos lados”.
Nunca quiso que nadie de su familia la visitara en la cárcel. “No quería que ellos fueran a dejar huellas ahí, firmas, que los esculcaran. Los protegí, pienso”. Saliendo se fue directo al plantón de La Otra Campaña que permaneció en la explanada del penal todo el tiempo. Y, junto a sus compañeros, se fue caminando a la Villa de Guadalupe.
Ya en libertad, sus compañeras mazahua la llamaron para contarle que de nuevo no las dejaban trabajar en la vía pública. “Fui a darme una vuelta y me encontré con todo eso. Me volvió a dar coraje, cuál era el chiste, cuál era la ley. Me volví a organizar con otras compañeras y a las cinco de la mañana nos pusimos en la puerta para hablar con el gobierno del Distrito Federal”.
Así, del injusto encierro se trasladó a “la vida injusta de la calle”, por lo que “siguió la lucha y la resistencia para lograr que se respetara el espacio donde estábamos. Y hasta hoy estamos porque creemos que el espacio y la Madre Tierra no tienen dueño, nos sostienen, de ahí sacamos para vivir y ahí sigue la lucha”.
Les rociaban petróleo o gasolina a nuestras manzanas y a nuestras mandarinas y nos cortaban las trenzas
San Antonio Pueblo Nuevo, municipio de San José del Rincón, es una pequeña comunidad de menos de 500 habitantes. La mayor parte de las casas están vacías y con un candado en la puerta. Es un pueblo mazahua que desde mediados del siglo pasado se fueron trasladando a la Ciudad de México, primero durante los tiempos muertos de la agricultura y poco a poco de manera permanente. “Las Marías”, es el nombre despectivo con el que se conoce a las mujeres de esta comunidad que desde hace más de 70 años se ganan la vida vendiendo frutas, dulces o artesanías en las racistas calles de la Ciudad de México. Ellas no se consideran migrantes, sino personas radicadas aquí. No es lo mismo. Exigen derechos, el de piso, por lo pronto.
El caserío de la comunidad es diverso. Están las casitas, como en la que creció Magda, de madera, lámina y piso de tierra, donde duermen en petates en el piso. Son casitas antiguas y tradicionales con una cocina aparte con su fogón de leña. Pero ahora, cada vez más, se edifican de cemento y de ladrillo, con ventanas y puertas de aluminio. Hay algunas con apariencia californiana, producto de la imaginación de los migrantes que cruzan la frontera y, aunque cada vez regresan menos, mandan su dinero. Casi cada casa tiene su propia capilla al centro del solar, pequeñita y elegante, con una cúpula y su cruz.
A primera vista no hay nadie. Después se atraviesa un poco de ganado, un par de caballos, algunos perros y muy pocas personas. Aquí todas las familias están incompletas. “Una va haciendo su familia, tiene hijos. Yo dejé de venir aquí porque allá en la Ciudad de México nos heredaron un pedazo de banqueta, que aunque sea banqueta no deja de ser nuestra, un espacio que la familia y el pueblo conquistaron para ganarse la vida trabajando”. Sus abuelos, cuenta, “empezaron vendiendo manzana, durazno, mandarinas, nueces, pepitas y dulces”, y todo eso también ella vendió en la Alameda Central, San Juan de Letrán, en la avenida Hidalgo, enfrente del Teatro Blanquita, en Tacuba y en Reforma.
| Muchos creían que ya no existían los indígenas, pensaron que ya estábamos muertos todos, pero cuando menos se dieron cuenta, florecieron las mazahua, las Marías de las pepitas en la Ciudad de México |
Magda recuerda la persecución, discriminación y maltrato de aquellos tiempos. “Muchas veces nos encarcelaban hasta 15 días, nos llevaban a La Vaquita. Les rociaban petróleo o gasolina a nuestras manzanas y a nuestras mandarinas para que quedaran inservibles, nos cortaban las trenzas porque decían que no les gustaban, pero nosotras estamos acostumbradas a traerlas con listones y moños”.
En los años setenta, dice, el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez ideó un programa para “regresar a los indígenas a sus comunidades”. En el gobierno “decían que nos veíamos mal y que no podíamos estar en la Ciudad de México, que mejor nos regresaban. Que cuántos camiones queríamos para regresar a los abuelos, pero ellos respondieron, ‘estoy en mi México, no estoy en otro lado’. Y ahí seguimos trabajando. Me gusta mi trabajo de vender artesanía. La mayor parte de los mazahua nos hemos ganado la vida con la fruta, el elote asado, las frituras, chicharrones y papas fritas”.
En aquellos tiempos, continúa, “muchos creían que ya no existían los indígenas, pensaron que ya estábamos muertos todos, pero cuando menos se dieron cuenta, florecieron las mazahua, las Marías de las pepitas en la Ciudad de México. Y cuando lo vieron, recibimos más discriminación, más represión, todo más racista. Y el gobierno lo que hizo, en vez de resolver, fue llevarnos a una nave mayor que está por La Merced. Nos llevaron a bordar los puños para las camisas, los cuellos, las blusas, mantelitos, portavasos o portalentes y ahí nos pagaba, yo no recuerdo cuánto, pero yo dije que no, que para venir a trabajarles toda la semana, mejor me pongo a vender, aunque me anden correteando, pero voy a ganar mucho más”.
Doña Magda, como la conocen en el activismo, dejó de bordar por un mísero salario y siguió vendiendo en la calle, hasta que en 1972 se encontró con una señora de nombre Celia Torres, quien empezó a trabajar con ellas para buscar mejores condiciones de trabajo. Por ejemplo, ese mismo año consiguieron, “para ya no estar en el piso con las manzanas y la semilla, una estructura de un carrito de madera con llantas y lonas para poner la fruta encima, como escalerita. Se veía muy bonito y la gente ya no tenía que agacharse para recoger una manzana”.
Al mismo tiempo, las mazahua empezaron a vender, previa gestión de la señora Celia, en los mercados de Morelos, Granaditas, Martínez de la Torre, La Villa y San Juan de Letrán. Magda vendía en el de Granaditas, cerca de Tepito. “Con mi abuelita tenía un puesto grande, pero a mí me gustaba más estar en la Alameda, donde está la Latino”. Con Celia, dice, lo que aprendió fue a organizarse y a defenderse.
Las oleadas de mazahua llegaron a vivir al primer cuadro del Centro Histórico. Los primeros, en la calle de Belisario Domínguez número 10, pero antes, cuenta Magda, “vivían en unas cuevas por las Lomas de Chapultepec”. Todos viven del comercio, pues “la tierra ya no dio” para cubrir todas sus necesidades y ahí se fueron quedando. En las décadas siguientes fueron poblando los municipios de Nezahualcóyotl y Chalco, en el Estado de México. “Cuando nos dejan trabajar y nadie nos molesta, sí nos alcanza para sobrevivir. De ahí se puede dar una educación, se puede dar un doctor particular para no formarse en los hospitales, y hasta para vivir en una vivienda digna y solventar los gastos de luz, el agua, la renta. Aunque sea para frijoles, pero sí nos alcanza”. El problema, remata, “es que no nos dejan trabajar y nacen leyes que no nos apoyan”. Un día, cuenta, “me fui de vacaciones, y cuando regresé ya estaba otra vez la Ley de Cultura Cívica, que hizo Marcelo Ebrard para tener limpios los jardines, parques, banquetas, sin nadie. Pero así se pierde la identidad de lo mexicano. Recuerdo que en la Alameda había algodones, manzanas, rehiletes, globos, se veía una plaza muy mexicana donde se llevaba a los niños con los carritos y los trompos. Ahorita no hay nada”.
Si no los quieren en la calle, opina la Concejala mazahua, “podrían hacer una plaza artesanal y que ahí sean respetados todos los artesanos, artesanas, comerciantes, todos los que realmente somos pobres de dinero, porque de cultura no somos pobres. Ese es mi sueño, que se respete la lengua, la vestimenta, los usos y costumbres y nuestra forma de organización, que seamos nosotros los que decidamos cómo queremos estar en la Ciudad de México. Y que no haya más discriminación, más represión y más racismo”. Eso.
A la niña Magdalena la escuela no le gustaba
Sentada en la barda de la casa “donde se hizo nuera”, muy cerca del turístico Valle de Bravo, Magdalena recuerda una infancia “muy bonita”, en la que había “espacio para caminar, respirar, jugar, todo lo sano que se come, aunque sean quelites, papas, hongos, habas, todo lo que se da en la milpa”. Su niñez fue en San Antonio Pueblo Nuevo, aunque “fui crecida en el vientre de mi madre en la Ciudad de México”. Cuidaba a los borregos, burros y unas vaquitas que tenía su papá. Su recuerdo más llano es justo “este tiempo en el que llueve y todo está más verde, con flores blancas, rosas y amarillas. De ellas hacían todas las niñas un ramillete y el 15 de agosto se lo iban a ofrecer a la milpa, para que estuviera alegre y se viera bonita”.
| Este tiempo en el que llueve y todo está más verde, con flores blancas, rosas y amarillas. De ellas hacían todas las niñas un ramillete y el 15 de agosto se lo iban a ofrecer a la milpa, para que estuviera alegre y se viera bonita |
A la niña Magdalena la escuela no le gustaba. De hecho le daba miedo porque “ahí pegaban mucho con la regla si no sabías leer o escribir”. Ella vivía con sus abuelos, quienes tampoco querían que le pegaran ni la regañaran, así es que esa fue la razón por la que no la llevaron. En aquel tiempo el delegado de la comunidad se montaba en un caballo para ir a recoger a los niños y llevárselos a la escuela, y Magda se escondía entre los zacatones grandes para que no la vieran. “Nunca pisé un salón de la escuela, pero solita aprendí a leer y a escribir un poco”. Con sus padres viviendo ya en la capital, Magda iba y venía a la comunidad, hasta que cumplió 14 años y ya no quiso regresar, más que a las fiestas.
Con “don Alfredo”, como ella le dice, tiene 41 años de casada. Lo conoció en una de las idas a la comunidad. Es un “hombre humilde, sencillo, pobre, honesto y sincero”. Mujer de carácter y abierta, se juntó primero con él, rompiendo las reglas de la comunidad. “Yo me dejé llevar y me fui”, dice, con una sonrisa pícara. Y luego, ya casada, se regresó a la Ciudad de México, donde tuvo a la primera de sus seis hijos en 1980. Hoy, es abuela de 14 nietos. “Yo con eso me siento orgullosa. Ahí está el fruto y la semilla de mis padres, mis suegros. Le agradezco a Dios que aunque somos pobres, estamos bien, y que no estamos enfermos y podemos seguir trabajando para ganarnos la vida y enfrentar lo que viene”.
Ya no era justo lo que sucedía, y por eso nos unimos
Doña Magda se inició en la organización “con un grupito de veintitantos hombres y mujeres mazahua para que se respetara su derecho al trabajo como comerciantes indígenas, en tiempos en que estaba muy dura la represión contra nosotros. Ya no era justo lo que sucedía, y nos unimos el 15 de abril de 1996”. Acordaron tocar las puertas del gobierno para conseguir permisos para trabajar, “pero a veces nos confundimos y no sabíamos a quiénes les pedíamos el permiso”. El espacio lo tenían, aclara, lo que necesitaban era que se respetara.
| En los talleres despertaron mi conciencia de que había mucha injusticia, de que nos veían como si fuéramos bichos y no nos podían recibir porque podríamos contagiarles algo |
De las oficinas del gobierno de la ciudad los mandaron al Instituto Nacional Indigenista (INI) y allá fueron a tocar la puerta “para la gestión del respeto de nuestro espacio”, pero les respondieron “que ellos también eran gobierno y que no podían hacer eso, pero que podían capacitarnos”. Y entraron a los talleres que, a la larga, resultaron fundamentales para su incorporación a la lucha en otros espacios. “En los talleres despertaron mi conciencia de que había mucha injusticia, de que nos veían como si fuéramos bichos y no nos podían recibir porque podríamos contagiarles algo. Todo el trabajo que se hizo nos hizo caminar. Me dejó ver que estábamos muy mal en cuestión de trabajo, de salud, de educación, de justicia”.
En el INI conoció a otros indígenas radicados en la ciudad, otomíes y triquis, principalmente. Ella era la representante de las 26 mazahua reunidas en la Organización de Migrantes Mazahuas La Joyita. En el Instituto “un señor en particular” les daba talleres sobre sus derechos. “Le quedó claro que lo que queríamos era que nos apoyaran para gestionar lo del comercio en vía pública. No íbamos a pedir más que asesoría y apoyo”. Poco después la nombraron representante de la Alianza de Organizaciones Indígenas, que aglutinaba a 14 organizaciones de diferentes lenguas. “En ese momento el señor de los talleres, que tenía buen corazón, y yo hicimos un gran encuentro en la Ciudad de México, donde participaron más de 25 organizaciones con las demandas sentidas. Dijimos que por qué nos trataban como grupos vulnerables si no lo somos. Somos gente con capacidad de hacer las cosas”. Ahí, dice, lo vio todo más claro.
El encuentro con los zapatistas
Y así, luchando, la agarra el primer día del año 1994. “Me entero del movimiento zapatista a través de las capacitaciones que nos daba el INI. A mí me daba mucho miedo porque la tele y otros medios decían que los zapatistas se mataban entre ellos por tierras. En el taller del Instituto nos dijeron que había una señora chaparrita que se llama Comandanta Ramona y que ella anda con las mujeres e hizo una ley revolucionaria, y que ya no dejaban meter alcohol en su comunidad, porque a sus hombres los necesitaban conscientes, no borrachos. También nos dijeron que comparáramos nuestra lucha en la Ciudad de México y la de allá. Nosotros por vivienda, ellos por techo, nosotros por educación, ellos por escuelas. Nos preguntaron qué pensábamos de ellos y yo dije, ‘pues que es nuestra lucha, es la misma’”.
Entonces, recuerda, “hablamos de que una mujer indígena se muere en el parto porque no se bañó y la regresan hasta que se limpie, y cuando regresa ya está muerta. Sólo por ser indígena. Un niño por ser pobre y no saber hablar bien en español no puede entrar a la escuela, y su único espacio son los jardines o el metro vendiendo chicles. Se les cierran las puertas. En cuanto a vivienda, vivíamos en un espacio de un cuarto de cuatro por cuatro, seis o cinco familias con sus hijos. Parecíamos sardinas en un cuarto bien cuarteado”.
Años más tarde, en 1999, los zapatistas llegaron a la Ciudad de México y a Xochimilco fue doña Magda a esperarlos junto con tres compañeras mazahua. “Luego llegaron los 1,111 zapatistas para hacer la consulta y ahí ya sentí que no me costaba trabajo convocar a los compañeros mazahua, triquis y otomíes. Después vino la Marcha del Color de la Tierra y fue a hacer cinturón de seguridad para llevarlos de la ENAH, donde se hospedaron, al Congreso de la San Lázaro, donde la comandanta Esther leyó un documento. Todo con mucha emoción”.
| Hablamos de que una mujer indígena se muere en el parto porque no se bañó y la regresan hasta que se limpie, y cuando regresa ya está muerta. Sólo por ser indígena |
Su participación en el movimiento hizo que Xóchitl Gálvez, titular de la Comisión de Desarrollo de los Pueblos Indígenas, la buscara y la invitara a trabajar como consejera. “Yo pensé, bueno, pero si estamos diciendo que no queremos nada con el gobierno, ¿por qué me invitan acá? Me dijeron que era lo mismo. Yo pensé entonces que sí, porque son compañeros. La señora Xóchitl me dijo que me invitaron porque me necesitaban. Le dije que cómo yo, si no sé ni leer ni escribir, no sé nada. Pero ellos dijeron que sí. Mi mente o mi corazón, el cuerpo, perdió, pero la memoria nunca. Cuando se hablaba del maíz, del frijol, de la tierra, del agua, de los hoteles, del TLC, dije que nunca se iba a terminar lo que ellos hacían, porque los únicos que se hacen más ricos son los empresarios, pero al campesino nunca lo van a dejar vender su propio maíz o que ponga su propia tortillería. Me veían raro por decir eso y otras cosas por las que nunca estaba de acuerdo”.
“Me perdí un año”, dice Magda, pero “a los zapatistas nunca los abandoné y seguí yendo a las reuniones del Congreso Nacional Indígena”. Y se mantuvo de lleno en la lucha, participando en la Sexta, en La Otra Campaña y en cada una de las iniciativas que llegaba del sureste mexicano.
En el 20 aniversario del CNI celebrado en octubre del 2016, el EZLN preguntó a los delegados reunidos en San Cristóbal de las Casas, Chiapas si llevaban alguna propuesta diferente. “Ellos traían una propuesta para que la analizáramos. Se iba a lanzar una candidata indígena a la presidencia de la República no para el poder, sino para hacer visibles las luchas. Una indígena que conociera su historia, que caminara su lucha, que tenga memoria. Yo en lo personal dije que ya era hora, sabemos que no va a ser posible, pero también sabemos que se van a espantar un ratito. A mi mente vino eso”.
La propuesta se discutió días enteros y al final coincidieron en llevarla a consulta a sus pueblos. “Ése fue uno de los acuerdos, y el otro que a mediados de diciembre cada delegado entregara sus resolutivos. Si no lo podían enviar por correo, debía ser personalmente. La mayoría de los pueblos dijo que sí estaba bien la propuesta, porque es un llamado para reorganizarnos desde abajo y por abajo, y con toda la lucha que existe. Dijeron que en vez de candidata, iba a ser una vocera que llevara la voz de los pueblos indígenas y de los de abajo, pero los candidatos verdaderos serían todos los del Concejo Indígena de Gobierno”.
Magdalena es Concejala por la Ciudad de México, donde ha sido su lucha, “y no por la comunidad, porque ahí no vivo”. Explica que no les interesa la presidencia, sino la organización. “No nos interesa irnos a sentar en unas sillas, lo que sí nos interesa es escuchar al pueblo, es reconstruir lo que está destruido, luchar por la vida, por el futuro, por dejar algo para los hijos”.
responsabilidad de un Concejal o Concejala, explica, “es estar haciendo la consulta, ir a compartir la propuesta con escuelas, amas de casa, en la comunidad. Es trabajar con la base empezando desde abajo, sus prioridades, cómo se va a hacer. También están los delegados del Congreso Nacional Indígena que trabajan en sus pueblos y nosotros junto con ellos para aconsejarla, decirle, por ejemplo, ‘esto es lo que queremos las mazahua, así está la situación’. No es lo que le diga yo como Concejala, sino lo que está diciendo la base de cómo quieren que sean respetados sus espacios o cómo quieren su vivienda”.
Me gustan las rancheras y las canto
A simple vista Magda se ve seria, casi enojada o triste. Pero es todo lo contrario. Le gusta cantar, bailar, contar chistes. “Soy de las que canta cuando cocina. La gente ha de decir que estoy tomada, pero no, de verdad me gusta. Me gustan las rancheras y las canto. También dicen que soy muy regañona, pero yo creo que es mi forma de expresar porque no pido favores. Cuando salí de la cárcel, me decían ‘es que tú eres zapatista’, pero lástima que no lo soy, porque ellos son disciplinados y yo soy un despapaye”.
| Una lucha sin ninguna mujer no es lucha, debe de ser la mujer y el hombre en una forma de igualdad, porque siempre son puros hombres y nosotras mismas empezamos a creer que no podemos |
Magda no se sabía fuerte. La vida le dijo que lo era y que, como ella, muchas mujeres también resisten casi desde que nacen “porque todo el tiempo son relegadas, no tienen la oportunidad de hablar y se piensa que nada más sirven para la casa. Pero no”. Ya es tiempo, dice la Concejala, “de que las mujeres caminemos junto con los hombres, nuestras parejas o no, porque una lucha sin ninguna mujer no es lucha, debe de ser la mujer y el hombre en una forma de igualdad, porque siempre son puros hombres y nosotras mismas empezamos a creer que no podemos. Pero sí podemos”. Lo dice una mujer que ha liberado a decenas de presos indígenas de los centros de detención de la Ciudad de México, que vivió un injusto encierro durante año y medio, y que salió para volver a la lucha y para seguir comiendo hongos, quelites, habas asadas, papas, frijoles, arroz y calabaza. Lo que más le gusta.