Rocío Moreno

Nunca más un México sin nosotras

 

Con la llegada del Congreso Nacional Indígena (CNI) a Mezcala, comunidad coca enclavada en la ribera del Lago Chapala, Jalisco,  el pueblo inició una nueva etapa en la lucha por la defensa de su territorio y conoció las de los demás pueblos del país. En noviembre del 2006 se llevó a cabo el Foro Nacional en Defensa de la Madre Tierra y la Autonomía de los Pueblos Indígenas en su comunidad, al que asistieron delegados del CNI de todo el país. Fue, dice Rocío Moreno, integrante del Concejo Indígena de Gobierno (CGI) “una ventana para entender que no solamente era una guerra contra nosotros, sino contra todos los pueblos. Ahí la gente entendió que si defendíamos un pedazo de tierra, también teníamos que hacer una lucha nacional. No podíamos quedarnos con las cosas particulares”. El CNI, en definitiva, “nos permitió construir nuestro horizonte político. Ahí fue donde lo encontramos”.

Son 15 de sus 34 años los que Rocío  lleva caminando con esta red nacional de pueblos, naciones y tribus del país, “un espacio de análisis, reflexión y diálogo entre nosotros”. Conoce el movimiento, su recorrido y sus tropiezos. Los encuentros, explica, son “para hablar de las problemáticas de los pueblos en el país, de la forma en que están caminando para construir su autonomía y de cómo fortalecen las asambleas”. En 2016 el Congreso cumplió 20 años, “se hizo un balance de cómo estaban nuestros pueblos y vimos que el escenario era peor que hace 20 años: en este tiempo han golpeado duramente a nuestros pueblos, a nuestras organizaciones y al país. Vimos que había cada vez más imposición, por ejemplo con las minas, que ocupan más del 40 por ciento del territorio nacional. Además de los miles de desaparecidos en nuestros pueblos, del desempleo, el despojo y los asesinatos de muchos compañeros del CNI”.

El escenario, en resumen, era peor, y “según nosotros, se va a poner peor aún, pues hay una guerra contra la humanidad, contra la vida, porque los ríos ya no son ríos, los cerros ya no son cerros, la lluvia la quieren programar y hasta el viento se quieren robar”. Por lo tanto, concluyeron, “era urgente pasar a la ofensiva y hacer algo más”. Rocío explica que el “algo más” es la organización “y sin ella probablemente perdamos todo, ahora sí”. Es muy probable, añade, “que esta sea la única oportunidad de mantener lo que tenemos, porque los niveles de despojo y exterminio son alarmantes”.

Después de las elecciones vendrá la tormenta, ya las nubes están cargadas

 

En este contexto, el CNI decidió, con el apoyo del EZLN, lanzar la iniciativa de conformar un Concejo Indígena de Gobierno, integrado por representantes hombres y mujeres de todo el país elegidos por sus pueblos, y con esta fórmula participar en el proceso electoral presidencial del 2018, “no para ganar, sino para visibilizar a los pueblos y llamar a la organización”. Rocío, Concejala por el pueblo coca, explica que “en esta iniciativa la apuesta es la organización y creemos conveniente utilizar el espacio electoral para que se escuche la voz de los pueblos”. El proceso electoral del 2018 “es el momento y el espacio, pero no la finalidad de esta organización”, aclara.

| El problema no es quién ocupe la presidencia, sino es toda la estructura. Eso es lo que tenemos que cambiar. Lo que estamos denunciando es que esta estructura ya no sirve |

 

La destrucción, dice, “no es un problema sólo de los pueblos originarios, sino un problema del país entero”. Se trata de una “guerra contra la vida” y por eso “la única forma de hacerle frente es organizándonos para que no puedan desaparecernos”.

“Después de las elecciones vendrá la tormenta”, vaticina Rocío. “Será cuando caiga todo. Ya vimos la nube, la cargada de agua, va a llegar el momento de la tormenta y si no estamos preparados, no vamos a sobrevivir”. Por eso la apuesta a la propuesta del CIG y de la vocera María de Jesús Patricio “es crear una alianza y organización nacional que enfrente al gobierno y a esta guerra que nos está destruyendo”.

No se trata, reitera “de ganar un proceso electoral, pues eso no nos va a resolver nuestros problemas. Si Marichuy gobierna a México seis años, a nosotros no nos va a servir de nada. El CNI eso lo tiene claro, porque no es una cuestión de buenas voluntades. No basta con que las personas que llegan a gobernar este país piensen bonito. Por lo que nosotros estamos peleando y lo que estamos denunciando es que esta estructura ya no sirve. Por eso el voto no significa nada. Nuestro país está lleno de fraudes electores, ellos ya eligieron quién va a gobernar a México los próximos seis años. Nuestra apuesta no es ahí, sólo pensamos que hay que tomar ese lugar, esa fiesta de los de arriba y, desde ahí, desmontar el poder denunciándolo. El problema no es quién ocupe la presidencia, sino es toda la estructura. Eso es lo que tenemos que cambiar. No sabemos cómo, porque ni siquiera hemos podido hablar con todos los sectores de esta nación. Por eso necesitamos escucharnos”.

El CIG, explica la indígena coca, está conformado por un hombre y una mujer de cada pueblo. Son 180 concejales en el país “y cada uno de ellos trae, además del compromiso que hemos aceptado para hablar con el pueblo de México, los trabajos de su comunidad”. Aunque la mitad son mujeres, el rol en esta iniciativa de ellas es predominante. En el recorrido de la vocera Marichuy por el país son ellas las que hablan, las que la reciben y cuentan la problemática de sus pueblos.

Rocío habla claro sobre el machismo al interior de los pueblos y de las organizaciones. Se refiere a la revuelta interna encabezada por las mujeres zapatistas en sus comunidades, en la que exigieron y ganaron el lugar que les corresponde. “Sería una pérdida de tiempo no hacer lo mismo que hicieron ellas, porque tenemos el machismo y el racismo inyectado en nosotros y éste es el momento para denunciarlo y cambiarlo”.

“Tenemos que sacar ventaja de lo que esta iniciativa nos permite ver”, dice Rocío, sentada en el centro de la isla de Mezcala. Y serena, advierte: “Nunca más un México sin nosotras”.

Racismo y exclusión

Tenía siete años cuando fue a la cabecera municipal de Poncitlán, Jalisco, y se sentó a comer unos tacos en un puesto callejero. Su tío la regañó y ella no entendió. Más tarde su mamá le explicó que su tío la estaba protegiendo, pues no quería que le dijeran nada y la lastimaran. Ella siguió sin entender. ¿Por qué le iban a decir algo sólo por sentarse en un puesto callejero? Sucede que los indígenas de Mezcala ni a eso tenían derecho. “No había una ley, nada, pero ya estaba en la cabeza de nosotros, nos habíamos apropiado de la idea de que ése no era nuestro lugar. Y mi tío tenía miedo de que me maltrataran”.

Rocío Moreno, con sus 34 años, es de las de mayor experiencia dentro del Congreso Nacional Indígena. Su nombramiento como Concejala a nadie sorprendió, pues su trayectoria como defensora del territorio es larga como la enorme trenza que le cae sobre la espalda. Nació, creció y vive en Mezcala, la única comunidad que queda en la ribera del Lago de Chapala, el más grande de México. A su pueblo le han negado todo, incluso su origen coca, el cual sólo se reconoce si de racismo se trata, como cuando, hace seis años, trabajó como maestra en la Universidad de Poncitlán y algunos maestros lamentaron que “una india de Mezcala fuera a dar clases”.

La ley estatal de Jalisco señala que Mezcala no es una comunidad indígena, “aunque nosotros no somos iguales a los vecinos”, señala Rocío, quien organiza desde hace diez años talleres de historia comunitaria con el fin de que los niños conozcan y se sientan orgullosos de su pasado. “Nos han hecho creer que ser miembros de un pueblo originario es una vergüenza. Nos dicen que es sinónimo de que estamos contra el progreso, que somos unos tontos, que no tenemos una visión, que nos gastamos el dinero en las fiestas”. Por eso en los talleres desde niños conocen “la otra historia”, la suya, la de los indios insurgentes que defendieron la isla de Mezcala de los españoles y nunca se rindieron.

Mezcala, comunidad pequeña que con sus 5 mil habitantes es prácticamente la única que queda en los alrededores del Lago de Chapala, ha vivido siempre de la pesca y de la agricultura. Tiene dos islas, una de ellas centro sagrado y corazón de la cultura coca. Aquí nació doña Rosa Moreno, madre de Rocío, hija de Locadio Moreno y nieta de Tomás Moreno, personas a las que la gente recuerda por su participación en la lucha por la recuperación de tierras de principios del siglo XX.

La historia de Rocío no se explica sin la de su madre, mujer alegre y combativa, enfermera de vocación y profesión. Una mujer peculiar que se rebeló a todo y no siguió los patrones impuestos. “La generación de ella, hombres y mujeres que hoy rondan los 70 años, casi no estudió. Ella lo hizo y además fue madre soltera, mamá y papá de todos sus hijos”.

Rocío creció en reuniones en las que sus abuelos, mamá, primos y tíos hablaban de la defensa del territorio y la importancia de mantener a la comunidad. Siempre decían, “lo que ustedes tienen de tierra y esta casa se debe a que mucha gente luchó atrás”. La niña Rocío comprendió desde entonces que la tierra es una herencia, un derecho, algo que les corresponde.

Doña Rosa ejerció la enfermería durante 33 años en el Seguro Social y en el Hospital Civil viejo, al oriente de Guadalajara, y por eso su hija creció y estudió en una colonia de la zona. Los fines de semana y en las vacaciones regresaban a la casa del pueblo, que siempre estaba llena de comuneros y de familia, por lo que nunca se sintieron lejos.

Para Rocío la vida era la laguna. No había agua potable, luz eléctrica ni carreteras. Ir de Guadalajara a Mezcala era como trasladarse a otro país. Los juegos de niña transcurrían alrededor del lago, igual que la comida y la conversación. “La gente se metía a la laguna y sacaba los cántaros de agua para tomar y cocinar, pues no estaba contaminada. Toda la vida estaba puesta ahí. Nosotros nos montábamos en un árbol, un ciruelo, y era la única forma de divertirte. Ni siquiera había dulces, pura fruta. Una infancia libre, en la que ni siquiera recuerdo que cerráramos una puerta de la casa”.

En Guadalajara vivían en Tetlán, una colonia popular del oriente de la ciudad habitada por mucha gente originaria de Mezcala. “Yo no sentía mucha diferencia porque era una colonia que no estaba pavimentada, y aunque sí había servicio de luz y de agua, el que hubiera mucha gente de la comunidad hacía que la viviera como si fuera una extensión, pues aquí se reproducía la vida comunitaria, incluyendo el sistema de cargos tradicionales”.

Una parte de la primaria la cursó Rocío en Mezcala, viviendo con sus abuelos, y la otra en Tetlán. La familia caminaba al paso de la madre, por lo que se movían si a ella la cambiaban de hospital, para estar cerca. Cuando terminó la preparatoria, su madre se jubiló del Seguro Social y se regresó de tiempo completo a Mezcala, pero Rocío se quedó en Guadalajara, pues decidió estudiar la licenciatura en Historia, carrera que eligió porque quería conocer los orígenes de su comunidad y “pensé que en la universidad me enseñarían”. En la comunidad existe una sensibilidad por la historia, la gente guarda libros sobre su pasado y documentos. El Título Primordial lo guarda la gente en sus casas y lo rotan como si fuera un santo. Por eso Rocío quería profundizar en la historia.

Los cinco años en la Universidad de Guadalajara fueron definitivos en su formación política. Ahí empezó a escuchar de colectivos y foros sobre el zapatismo. La información que le llegó de las comunidades indígenas de Chiapas, recuerda, “me hacía pensar en mi comunidad”, por lo que empezó a llevar revistas y documentales para que la gente tuviera más información. “Así formamos un colectivo. Nos juntábamos para leer, para hablar o para ver videos de zapatismo”. Era el 2001 y Rocío tenía 19 años.

En una tele pequeñita, en blanco y negro, de ésas que también tenían radio, la pequeña Rocío vio un programa sobre los zapatistas. Le preguntó a su mamá por qué los estaban asesinando y doña Rosa le respondió que “porque peleaban por la tierra, como tu abuelo, como tu bisabuelo”. Y se le quedó grabado. Así es que cuando volvió a escuchar sobre ellos en la Universidad, la información cayó sobre blandito. Con el colectivo que formaron en Mezcala los agarró el 2005, año de La Otra Campaña, iniciativa convocada por los zapatistas. “En ese momento nos fuimos para Chiapas y lo primero que nos preguntaron fue que dónde estaba nuestra asamblea y nuestros comuneros, nuestro gobierno tradicional. Tuvimos que ir hasta Chiapas para saber lo que había en nuestra comunidad, ahí entendimos que la defensa de nuestra comunidad no la podía hacer un colectivo, un individuo, sino el gobierno tradicional. Y entendimos que nuestro trabajo estaba en la propia comunidad, que la mejor manera de luchar era haciendo el trabajo en casa y reconociendo todo lo que teníamos”.

El paso siguiente fue participar en las asambleas del pueblo y después, por decisión de los comuneros, ingresaron como asamblea de Mezcala al Congreso Nacional Indígena (CNI) y a La Otra Campaña zapatista. “En ese momento ya no era el colectivo, sino la comunidad, y fue un paso muy importante”.

Talleres comunitarios para recuperar la historia y la identidad

La primera parte de la entrevista con Rocío transcurre en el patio de la casa materna, a un año de la muerte de su madre. Ella, una mujer fuerte, no puede evitar resquebrajarse ante el recuerdo de su progenitora. Su admiración es tan infinita como su recuerdo. “Cuando terminé la carrera, regresé a Mezcala a vivir con mi mamá, y empezamos el trabajo de los talleres de historia, sobre todo con niños y con jóvenes. No me cabía en la cabeza que tuve que haber ido hasta Chiapas para darme cuenta de lo que había en la comunidad. Pensé que nuestro trabajo era informar y empezamos a hacer talleres de historia de la propia comunidad en las calles de los nueve barrios. Eran más diálogos. Íbamos con la gente mayor del pueblo y ellos empezaron a contarnos lo que había pasado años atrás y por qué la importancia de conocerlo”.

Escucharon, para aprender su historia, a don Agapo Baltazar, que ya falleció, a don Salvador de la Rosa, a Martín Enciso, “y a mujeres que, aunque no eran comuneras, nos permitieron recoger las historias”. Una de ellas fue María de los Santos, conocida como María Machetes, porque siempre hablaba de la importancia de recuperar las tierras. Los mayores “empezaron a ver que jóvenes de la comunidad se interesaban por lo mismo, se abrieron y trabajamos con ellos”, recuerda esta historiadora que no encontró en la Universidad lo que ya existía en su pueblo.

En el Colectivo Mezcala estaban Jacobo Manuel, Adelo Robles, Mario de los Santos, Silvestre Claro, Paula Pérez, Leonor, todos jóvenes de entre 17 y 20 años, más los “viejos”, de entre 30 y 40 años. Cuando llegan al CNI, los comuneros ven que la lucha por el reconocimiento de la isla y del territorio comunal, que ya llevaba entre 40 o 50 años, era las misma que libraban otros pueblos, algunos avanzados en la construcción de sus autonomías y asambleas. Y se sintieron identificados. La visita de dos comandantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a Mezcala “fue un momento de cambio, pues a partir de entonces los comuneros abrieron la puerta de la casa comunal a mujeres, hombres y jóvenes que no fueran comuneros. Se entendió que la lucha la tenía que cargar la comunidad, no ellos solos, para poder recuperar las tierras que tenemos invadidas”.

| Antes de que empezáramos a escribir la historia de nuestro pueblo, los historiadores decían que los insurgentes de Mezcala habían sido vencidos por los españoles, y nosotros dijimos noAntes de que empezáramos a escribir la historia de nuestro pueblo, los historiadores decían que los insurgentes de Mezcala habían sido vencidos por los españoles, y nosotros dijimos no |

 

Los comuneros les dijeron, “muy bien, éntrenle, pero y ustedes qué saben hacer”. Rocío respondió que había estudiado Historia y que podía armar talleres sobre la historia comunitaria de Mezcala, “pero que necesitaba que me ayudaran a construir el contenido”. Y así empezó el trabajo con los mayores. Todos hablaban del Título Primordial de Mezcala y de la insurgencia. “Veíamos a alguien cortando chayotes, le ayudábamos a deshojar y por ahí le preguntábamos que si sabía lo que había pasado en la isla y pues ya nos contaba. Fueron meses en los que grabamos a mucha gente y se empezó a recuperar todo. Al final, cuando empezamos el primer taller, ellos quisieron que la dinámica fuera leer el escrito de 14 hojas. Empezamos en las calles, la gente se sentaba afuera de las casas, alguien llevaba café, canela o pan y guardaban silencio mientras alguien leía. Pusimos los jueves y viernes a las seis de la tarde para reunirnos. Cuando se terminaba la lectura, la gente empezaba a preguntar o decía lo que se acordaba que sus papás le contaban o lo que tenía guardado. Todas esas historias se recopilaron durante un año. Lo que hicimos después fue un tríptico, lo llevamos a la asamblea de comuneros y pedimos que nos acompañaran a los nueve barrios de Mezcala”.

La cara de luna de Rocío se ilumina cuando recrea los talleres. No para. La parte más simbólica, cuenta, era cuando hablaba del pueblo coca. “Ninguno de nosotros lo sabíamos, pero vimos que la lengua originaria de Mezcala se perdió en el proceso de conquista. Los coca fueron uno de los grupos más golpeados. Los escritos de los franciscanos señalan que esta región tenía una diversidad lingüística impresionante y que no pudieron hacer lo mismo que en el centro o el sur del país, donde una lengua abarcaba la extensión territorial. Entonces lo primero fue explicarnos cuándo y cómo perdimos la lengua. Porque una cosa es decir, ‘voy a perder la lengua porque ya no me interesa conservarla o transmitirla’, pero otra es que a través de un proceso de conquista te despojen de esa parte esencial de la cultura”.

Su pertenencia al pueblo coca fue otro momento mágico. Existe un ritual en la comunidad para pedir un buen temporal que se hace en unas rocas conocidas como “La Vieja”, aunque aparecen en documentos históricos como “La Nona”. Son dos piedras grandes, una masculina y otra femenina, el viejo y la vieja. Cuando no hay lluvia para la siembra de finales de mayo, la gente se organiza para pedirle agua a La Vieja. Se le lleva agua y flores y la gente le canta y le reza. Se suben a ella, se vacía el agua y se le grita a Santa María de Soyatlán: “¡danos agua!”. Al final llueve y soluciona la sequía. “Este ritual lo describen los españoles, siempre refiriéndose al pueblo coca, a sus rituales, el comercio y la pesca. Cuando leíamos esas descripciones, la gente decía, ‘pues ése soy yo’. Era como leerte una descripción de ti mismo, te identificabas de inmediato. Eran momentos mágicos”. Se sabía de la pertenencia a un pueblo indígena, pero no al pueblo coca. “Por eso los talleres fueron fundamentales para apropiarnos de lo coca”. Lo indígena ya estaba.

Ahí se aclaró todo aún más para Rocío. Su lugar estaba en la comunidad y no en la ciudad, “no porque fuera malo, sino porque pensaba que de qué había servido estudiar en la universidad si no podía regresar algo a la comunidad, algo de lo poquito que pudiera hacer en mi pueblo”. La lucha zapatista le había permitido adentrarse a la historia de su pueblo “y ver de manera distinta a mi familia, a mis tías, a mi mamá, a mis amigos. Lo que descubrí fue que había una lucha en la comunidad y que esa lucha la van a disfrutar los hijos, los nietos, otra gente que va a contribuir. Muchos salen de aquí para sobresalir, pero qué es eso, qué es sobresalir. Tiene uno que abandonar esas ideas”.

La universidad, dice, le permitió entender “que no era lo que buscaba. Ahí hay conceptos y palabras que joden los procesos comunitarios. Antes de que nosotros empezáramos a escribir la historia de nuestro pueblo, los historiadores decían que los insurgentes de Mezcala habían sido vencidos por los españoles y nosotros dijimos no, que para nosotros había sido un triunfo, y lo argumentamos. Lo que se consigue en las universidades es eso, el discurso del poder y su visión. Pero tuve que estar ahí para ver que no era lo que yo quería”.

Rocío tiene una personalidad fuerte. No es extrovertida, aunque ella dice que sí. Es más bien seria. Con quien quiere. Hace de sus amigos una extensión de su familia y es famosa por su claridad. No le interesan las relaciones a medias ni quedar bien con nadie. En ese sentido, confirma, es “dura”, y a veces “hasta miedo me tienen”.

Se casó hace siete años con Chuy Pérez, un hombre de la comunidad que vivió su niñez como migrante en California, Estados Unidos. Para su fortuna lo deportaron “y a los dos añitos que regresó nos conocimos”. Duraron dos años de novios y se casaron por el civil en una ceremonia que Rocío recuerda como “una de las peores experiencias” de su vida, pues siempre ha considerado que son puro teatro.

El perfil de Rocío, sus salidas de la comunidad a la reuniones del CNI y ahora del Concejo Indígena de Gobierno, su trabajo político interno y la firmeza de su carácter no han sido problema para Chuy, quien es físicamente “como muy rudo”, lo que ayuda a que la gente no se meta con él ni critique la forma de vivir de su compañera. “Pero hay otras compañeras que participan y la gente les dice a sus esposos, ‘ah, oye, tu mujer anda por todos lados moviéndose’”.

Rocío tiene “suerte”. Pero pide que no se considere así, sino que el “apoyo” de la pareja se viva algún día como parte de la normalidad. “Le he dicho que no tendría por qué apoyarme, sino simple y sencillamente estar y ya. Y lo está. En broma le digo que socialmente está muy bien porque cuida a nuestra hija, pero falta más. Se trata de que lo haga sin que se considere una ayuda, sino algo que nos toca a los dos”. Con Chuy comparte la misma historia e identidad y “todo eso ayuda a que entendamos que estamos en lo mismo y que si tengo que salir es porque hay una lucha del pueblo, no un trabajo personal, sino de la comunidad”.

La isla, corazón de Mezcala, lugar donde se ganaron 28 batallas

Ubicada en la Ciénega de Chapala, la isla de Mezcala, corazón del pueblo coca, tiene una extensión territorial de 200 mil metros cuadrados. Y, como la comunidad, está llena de historia. Los coca perdieron la lengua pero no el territorio, las autoridades tradicionales, los bailes, las fiestas y los cargos. Y por eso se aferran a lo que les queda.

Rocío dice que no se puede entender a Mezcala sin sus dos islas, espacios sagrados y comunales del pueblo. “Aquí se dio una resistencia indígena desde el periodo poscolonial, en la que durante cuatro años peleó el pueblo contra el ejército realista”. Es un espacio, explica la historiadora, “que nos da orgullo e identidad”. Durante esos años fueron ellos prácticamente el último foco de insurgencia en todo el país, tal como indican los registros españoles. Fueron 28 batallas y ninguna perdieron los insurgentes. Sus armas eran piedras y hondas, y poco a poco fueron armándose con los cañones de ellos. Al final, el gobierno colonial tuvo que brindar un indulto para los insurrectos y negociar con los insurgentes para que pudieran tomar la isla. Una epidemia en el pueblo obligó a los rebeldes a aceptar la negociación con el ejército realista, a cambio de que les devolvieran el territorio y los liberaran del tributo. El armisticio se celebró el 25 de noviembre de 1816 y por eso, cada año en esa fecha, el pueblo de Mezcala celebra a sus insurgentes. La historia oficial narra este episodio como una derrota y borra la participación indígena, pero en realidad fue una victoria del pueblo.

| Tenemos que hacer visible lo que la historia oficial hace invisible porque es clasista, racista y narrada como les conviene |

 

Rocío Moreno es clara: “Tenemos que hacer visible lo que la historia oficial hace invisible porque es clasista, racista y narrada como les conviene. Por eso nosotros les explicamos a la gente que viene a la isla y a nuestros propios niños y jóvenes que fue una resistencia organizada y mantenida por los pobladores de la región, sobre todo los de San Pedro y Mezcala”.

Y la narran, dice, “para que sepan que la tierra es de ellos y hay que seguirla defendiendo”.

En el presente de Mezcala está la resistencia y la lucha por conservar su territorio. Para ellos la isla no es sólo un vestigio histórico, con su presidio y construcciones del pasado. La comunidad siempre ha estado ahí. Hay alrededor de 51 familias que en la isla cultivan sus chayoteras o que llegan a pescar. En 1971, el Estado mexicano le reconoció a la comunidad 3 mil 600 hectáreas de tierra comunal, pero no incluyó las islas dentro de la retribución de los bienes comunales. El gobierno tradicional peleó lo que les corresponde en la Secretaría de la Reforma Agraria y en 1997 ganaron la posesión.

La segunda parte de la entrevista con Rocío es justo en la isla. Salimos en lancha desde el embarcadero del centro y, al descender, muestra la reconstrucción de los edificios históricos que se hizo en el contexto del Bicentenario de la Independencia. Detrás del festejo, dice, “estaba un proyecto para privatizar esta área comunal, que consistía en la edificación de un museo y una caseta de cobro para que los visitantes pagaran por acceder a la historia de la comunidad”. Pero la comunidad se organizó, tumbaron la caseta y no lo permitieron. Ni la visita del entonces presidente Felipe Calderón pudo concretarse.

La invasión y el ataque de los empresarios

El otro conflicto de la comunidad es en tierra firme y es por la defensa de las 3 mil 600 hectáreas que le corresponden, codiciadas por caciques y empresarios. Mezcala se encuentra en una región turística que se ha convertido en el ombligo de la región. A unos kilómetros, siempre sobre la ribera del lago de Chapala, se encuentra la comunidad de Ajijic, ejemplo y modelo de la invasión y colonización actual. Es el lugar con mayor número de residentes estadunidenses en México, que a su vez es el país con más estadunidenses fuera de su país en el mundo. Aquí el segundo idioma es el inglés. El pueblo, por supuesto, ha cambiado su apariencia y cultura en los últimos 30 años. En otro Ajijic esperan convertir a Mezcala, la única que conserva el bosque. En los cerros de alrededor se levantan fraccionamientos residenciales de gente de México y de otros países que llega aquí a construir sus residencias de descanso. Mezcala sigue siendo un freno a ese desarrollo inmobiliario.

Hace 17 años, el empresario Guillermo Moreno Ibarra, socio de otros fraccionamientos en Chapala, llegó a la comunidad con un prestanombres y se posesionó de manera ilegal de alrededor de diez hectáreas de tierra comunal y boscosa.  “El invasor cercó el paraje de El Pandillo, por lo que la asamblea lo citó en la oficina de bienes comunales, pero no acudió. Los comuneros interpusieron un juicio por restitución de tierras comunales contra el empresario, y el prestanombres, que era de la comunidad, se posesionó en la parte boscosa, faltando a todos los reglamentos”, relata Rocío.

| Hace 17 años, el empresario Guillermo Moreno Ibarra llegó a la comunidad con un prestanombres y se posesionó de manera ilegal de alrededor de diez hectáreas de tierra comunal y boscosa |

 

Ahí inició el juicio agrario, que se convirtió en un juicio emblemático para los comuneros de Mezcala, pues “si entra él, entran todos. Y si sale él también se van a tener que salir todos”. El juicio inició en 1999 y en el 2009 se hizo el último peritaje. En el 2014 se dio la primera sentencia a favor de la comunidad, pero el empresario interpuso un recurso para que se volviera a revisar el caso. Una segunda sentencia volvió a dar la razón a la comunidad. “Esto es simple, no puede existir la propiedad privada en las tierras comunales”. Pero nada de simple ha sido la resistencia: intimidación, presos, burlas, división y conflicto son el saldo.

Actualmente, un grupo paramilitar del empresario hace guardia en las tierras invadidas. Son alrededor de 16 personas con el rostro cubierto con un paliacate o pasamontañas y fuertemente armados que impiden que alguien se acerque. “Buscan intimidar a la comunidad, pero hemos decidido no caer en su provocación. Han sido muchos años de estar en la lucha. Mucha gente a la mejor ha perdido la esperanza de recuperar esa tierra, porque dicen que no se puede ganar al rico y que el gobierno está de su lado. Después de 17 años algunos se han agotado, pero la asamblea de comuneros y muchísimos jóvenes que se han integrado desde los talleres de historia, las caminatas y los campamentos, están relevando a los que se cansan”, explica Moreno. Lo que se juega, insiste, no es sólo la tierra, sino además “la vida comunitaria y los lazos que se han construido por muchos años. No hay otra manera de ser autónomos que conservar el territorio”.

Sentí que mi vida se detenía

Además del uso de paramilitares, el empresario ha denunciado en dos ocasiones a miembros de la comunidad. La primera fue en el 2002 contra cinco comuneros, por secuestro. “En esa ocasión llegó a la casa comunal gritando y amenazando a la gente, y lo detuvieron en la delegación municipal”, acción por la que los comuneros estuvieron tres años procesados, aunque al final el juzgado penal dijo que no se podía llamar secuestro a la detención en una cárcel municipal.

La segunda ocasión fue porque en el 2011, aproximadamente a tres kilómetros de las hectáreas invadidas, construyó una represa para juntar agua y colocó un panel solar para que el agua pudiera subir a la tierra ocupada. “La asamblea fue y desmontó el panel porque significaba una segunda invasión. Y meses después se giraron once órdenes de aprehensión contra tres comuneros y ocho pobladores”.

Era tanta la resistencia de las mujeres de Mezcala, afirma Rocío, que “el empresario formó un grupo paramilitar de mujeres denominado Las Águilas de El Pandillo. Eran mujeres armadas que buscaban la confrontación con nosotras. El mensaje que quería mandar al pueblo era que si querías problemas u órdenes de aprehensión, entonces fueras con los comuneros y te organizaras”. Así de fácil.

| “Había dos personas que no se identificaron en una camioneta sin placas, me detuvieron y me esposaron”. Llegaron enseguida periodistas y hasta ese momento mostraron la orden de aprehensión |

 

Una de las once detenidas fue Rocío. En septiembre del 2011 se giraron las órdenes de aprehensión. Ella estudiaba en Guadalajara y policías investigadores le hablaron y la citaron haciéndose pasar por reporteros de un diario de la ciudad. “Había dos personas que no se identificaron en una camioneta sin placas, me detuvieron y me esposaron”. Llegaron enseguida periodistas y hasta ese momento mostraron la orden de aprehensión. Se la llevaron a la Fiscalía en Guadalajara y a la mañana siguiente la trasladaron a la cárcel de Ocotlán.

La experiencia fue terrible. “Sentí que mi vida se detenía. No podía entender qué tenía que estar ahí. Nadie me daba explicaciones. Sentí todo el poder del Estado. Estaba en sus manos, y en ese momento ya era lo que ellos quisieran, podían inventar cualquier proceso, decir lo que quisieran. Yo no era nada. Así me sentía”.

Se le acusó, sin averiguación previa, de daños a las cosas, igual que a los otros diez detenidos. No lograron acumular las pruebas y la tuvieron que dejar en libertad, aunque siguió procesada. Luego de siete años de una vida en los juzgados, los once fueron absueltos. Y hasta la fecha, todos, siguen luchando.

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