Sara López González

Las mujeres no queremos ser más, sino que se escuche nuestra palabra

 

Sara tardó mucho en olvidar los ruidos de la cárcel, los golpes de la puerta y los madrazos que la hacían brincar del susto durante los once meses que estuvo encerrada por su lucha contra las altas tarifas de la energía eléctrica. La primera vez que escuchó cerrarse la reja de la prisión, sintió “coraje, rabia, impotencia” de saberse ahí injustamente. Salió libre gracias a la presión nacional e internacional y de inmediato se reincorporó a la lucha, ya no sólo contra las tarifas injustas, sino también por la defensa del territorio maya. Hoy, además, es integrante del Concejo Indígena de Gobierno por Campeche.

Sara López González nació en el municipio de Candelaria hace 52 años. Sentada en medio de las flores que adornan el patio delantero de su casa, rememora el momento en el que, junto a su colectivo, decidió involucrarse en la iniciativa del Congreso Nacional Indígena y ser parte de una propuesta que pretende “organizar al pueblo”. En el 2006 participó en La Otra Campaña, iniciativa del EZLN que, al margen de los partidos políticos y de la estructura electoral, recorrió el México de abajo llamando, al igual que ahora, a organizarse para enfrentar el despojo, la explotación, el desprecio y la represión que ofrece el capitalismo.

El Concejo Indígena de Gobierno, explica Sara, “no llama a tomar la silla presidencial, sino al autogobierno y a organizarnos desde los pueblos. Y así como estamos organizados en una comunidad, queremos hacerlo a nivel estatal, a nivel Península y a nivel nacional”. El trabajo que le corresponde como Concejala, señala, “es recorrer la región y explicar la propuesta”. En realidad, insiste, “no queremos llegar a la presidencia ni convertirnos en partido político. No queremos ser como un partido, no somos aquellos corruptos que viven de los demás”. Y justo le corresponde explicar las diferencias.

Por Campeche hay otros ocho concejales,  y entre ellos, “dos compañeros que viven cerca de la frontera con Guatemala, quienes tienen un trabajo específico en la defensa de la tierra”. A los tres les preguntan los mayas qué soluciones ofrecen a los problemas de la región. Y la anticlimática respuesta es que el CIG no ofrece soluciones, “pues ésas se construyen con los pueblos, que no hay una receta de cómo gobernar”. Y el ejemplo que se desglosa es el de las Juntas de Buen Gobierno zapatistas, que tampoco ofrecen un manual, pero son una posibilidad real. “Ni Marichuy, que es la vocera, ni el CIG, vamos a decir, ‘te vamos a dar tantos proyectos’ para que resuelvas tus problemas’. Eso no es, porque entonces caeríamos en el mismo juego de gobierno y los partidos políticos”.

En el momento en el que Sara explica las dificultades en la organización, sus nietos regresan de la escuela jugando con radios walkie-talkie. Al entrar se detiene uno en seco. “Aquí, llamando, a mi abuela la están entrevistando, cambio y fuera”. Su hermanita se acerca de inmediato y pega el brinco sorprendida. La abrazan, la llenan de besos y siguen jugando y correteando por la casa que comparten con ella.

“Es por ellos, por los hijos y los nietos por los que luchamos”, dice Sara. Y continúa con su opinión sobre los partidos políticos, que “nos dividieron”, señala. Su propaganda “entra en los pueblos y comunidades y nosotros vamos a contracorriente, no tenemos los medios para cambiar la ideología de la gente. Es muy duro, se necesita un trabajo muy fuerte para que los pueblos vean las cosas de manera diferente”. La Concejala maya insiste en que la propuesta del CIG no termina con el proceso electoral, “pues es un proceso y una lucha de resistencia muy larga, que seguiremos después del 2018, se gane o no se gane, se vote o no se vote. El objetivo es organizar este país, a los pueblos indígenas y no indígenas, los del campo, los de la ciudad. Por lo menos ya lo iniciamos, y lo vamos a terminar cuando nos vayamos a la otra vida”.

La iniciativa del CIG tiene como vocera a una mujer y, en general, son mujeres las que participan en el recorrido que María de Jesús Patricio, mejor conocida como Marichuy, realiza por el México de abajo. Sara explica que con una mujer como vocera indígena “queremos decirle al mundo que aquí estamos y lo que queremos es la vida para todos y para todas. Es una mujer indígena que lleva la palabra de todos los pueblos y de las mujeres, para decirle a este sistema capitalista que existimos y que decimos ‘ya basta’”.

Las mujeres somos unas chingonas

Sara piensa que aún son pocas las mujeres que deciden libremente salir a luchar y tienen un compromiso con el pueblo. O puede que no sean pocas, aclara, pero no se ven. Y esto, dice, “también se debe a la violencia que existe contra ellas, en muchos sentidos. Con el simple hecho de que te griten que la comida está caliente o está fría, o que el café no les gustó, eso ya es violencia”.

En la cultura maya, como en la mayor parte de culturas del mundo, existe el machismo y la violencia contra la mujer. “Todos somos explotados, hombres y mujeres de todo el mundo, pero la mujer lo es más, y está más relegada, le dicen que sólo sirve para la casa, para hacer las tortillas, la lavada, la planchada, todo el trabajo doméstico”. Y nosotras, afirma Sara, “somos más que eso”.

Las mujeres “somos milusos porque tenemos la capacidad de hacer muchas cosas. Pero queremos tener el espacio que nos corresponde, en la lucha y en todo, tanto en lo local como en lo nacional. Que no nos relegue ni el sistema ni la casa ni la lucha. No queremos ser más, sino que se escuche nuestra palabra. No es que vayamos a la delantera, sino a un lado del compañero, porque así vamos a reconstruir este país. Queremos demostrar a los compañeros que nosotras no nos estamos queriendo sentir más que ellos, sino que queremos que se nos reconozca y se nos respete, en la lucha y en todo”.

Por ejemplo, “cuando organizamos talleres en Xpujil asisten casi puros hombres. En la reunión de delegados del Concejo Regional Indígena de Xpujil hay únicamente dos o tres mujeres. Las mujeres participan en sus comunidades, pero aún no como representantes, pues es complicado. No me van a dejar mentir los compañeros luchadores sociales, porque los vas a ver a ellos, pero a la compañera no, ella se va a quedar cuidando al hijo o a la hija. Es algo diferente a lo que hacen los compañeros zapatistas, porque allá el hombre ya se queda a cuidar a los hijos y les hace de comer”.

La cotidianidad, tanto en las comunidades como en las colonias, continúa la Concejala, “es que tú no puedes sonreír si pasa un compañero o un hombre porque entonces ya le estás coqueteando, pero si eres hombre sí puedes. Y a nivel nacional e internacional la violencia es contra las mujeres, a ellas las violan y las matan. Yo no digo que no haya asesinatos de hombres, pero las que están en riesgo son las mujeres jóvenes, señoras, ancianas. Es decir, la violencia la viven en su casa y luego afuera, en la sociedad y en las calles”.

Cuando estuvo presa, Sara leyó literatura de las mujeres zapatistas. “Lo recuerdo mucho porque me causó risa reconocer la situación. Decía una zapatista: ‘yo le dije al compañero tal que los invitamos a que se organicen bien porque por ellos no avanzamos. Las mujeres siempre vamos, pero si no avanzamos es por nuestros compañeros hombres”. Nada mejor dicho, dice Sara. Nosotras, insiste, “somos más aceleradas, más ágiles en hacer las cosas. Somos fuertes, valiosas y con grandes capacidades. Podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo. Somos madres, hermanas, hijas, abuelas, luchadoras, organizadoras. Somos unas chingonas”.Sara piensa que aún son pocas las mujeres que deciden libremente salir a luchar y tienen un compromiso con el pueblo. O, aclara, puede que no sean pocas, pero no se ven. Y esto, dice, “también se debe a la violencia que existe contra ellas, en muchos sentidos. Con el simple hecho de que te griten que la comida está caliente o está fría, o que el café no les gustó, eso ya es violencia”.

| Las mujeres queremos tener el espacio que nos corresponde, en la lucha y en todo, tanto en lo local como en lo nacional. Que no nos relegue ni el sistema ni la casa ni la lucha |

 

En la cultura maya, como en la mayor parte de culturas del mundo, existe el machismo y la violencia contra la mujer. “Todos somos explotados, hombres y mujeres de todo el mundo, pero la mujer lo es más; y está más relegada, le dicen que sólo sirve para la casa, para hacer las tortillas, la lavada, la planchada, todo el trabajo doméstico”. Y nosotras, afirma Sara, “somos más que eso”.

Las mujeres “somos milusos porque tenemos la capacidad de hacer muchas cosas. Pero queremos tener el espacio que nos corresponde, en la lucha y en todo, tanto en lo local como en lo nacional. Que no nos relegue ni el sistema ni la casa ni la lucha. No queremos ser más, sino que se escuche nuestra palabra. No es que vayamos a la delantera, sino a un lado del compañero, porque así vamos a reconstruir este país. Queremos demostrar a los compañeros que nosotras no nos estamos queriendo sentir más que ellos, sino que queremos que se nos reconozca y se nos respete, en la lucha y en todo”.

Por ejemplo, “cuando organizamos talleres en Xpujil asisten casi puros hombres. En la reunión de delegados del Concejo Regional Indígena de Xpujil hay únicamente dos o tres mujeres. Las mujeres participan en sus comunidades, pero aún no como representantes, pues es complicado. No me van a dejar mentir los compañeros luchadores sociales, porque los vas a ver a ellos, pero a la compañera no, ella se va a quedar cuidando al hijo o a la hija. Es algo diferente a lo que hacen los compañeros zapatistas, porque allá el hombre ya se queda a cuidar a los hijos y les hace de comer”.

La cotidianidad, tanto en las comunidades como en las colonias, continúa la Concejala, “es que tú no puedes sonreír si pasa un compañero o un hombre porque entonces ya le estás coqueteando, pero si eres hombre sí puedes. Y a nivel nacional e internacional la violencia es contra las mujeres, a ellas las violan y las matan. Yo no digo que no haya asesinatos de hombres, pero las que están en riesgo son las mujeres jóvenes, señoras, ancianas. Es decir, la violencia la viven en su casa y luego afuera, en la sociedad y en las calles”.

Cuando estuvo presa, Sara leyó literatura de las mujeres zapatistas. “Lo recuerdo mucho porque me causó risa reconocer la situación. Decía una zapatista: ‘yo le dije al compañero tal que los invitamos a que se organicen bien porque por ellos no avanzamos. Las mujeres siempre vamos, pero si no avanzamos es por nuestros compañeros hombres’. Nada mejor dicho”, dice Sara. Nosotras, insiste, “somos más aceleradas, más ágiles en hacer las cosas. Somos fuertes, valiosas y con grandes capacidades. Podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo. Somos madres, hermanas, hijas, abuelas, luchadoras, organizadoras. Somos unas chingonas”.

Los mayas, vida y resistencia actual y no piezas de museos

La maya es una de las culturas de Mesoamérica más conocidas en el mundo y, por lo mismo, una de las más explotadas por el turismo y la industria cultural. Mercancía de charlatanes que estudian sus misterios “sobrenaturales” y de empresas que sobreexplotan los recursos naturales y sus vestigios arqueológicos, esta cultura milenaria es vida y resistencia actual. Los libros de historia separan el glorioso pasado de un presente que se opone a dejar de existir y que reivindica sus sitios sagrados como propios, aunque para gobiernos y empresas sean sólo escenarios de conciertos de moda.

Descendiente de la cultura que inventó el cero, de astrónomos, cazadores y de hombres y mujeres que levantaron maravillas arquitectónicas, Sara tiene que pagar una cuota para ingresar al sitio arqueológico de El Tigre, ubicado a unos kilómetros de su casa. Se dice que en este imponente lugar, probable capital de los acalanes, Hernán Cortés asesinó a Cuauhtémoc. Sara camina altiva por las construcciones. La gente de aquí es heredera de los chontales que crecieron a orillas del río Candelaria y ella, aunque de madre tabasqueña, nació aquí y se reconoce maya.

De niña, Sara corría en el monte, molía el maíz y hacía las tortillas. Más grandecita, recuerda, jugaba canicas, trompo, chácara y fútbol, pues se juntaba con puros hombres. Lo de la comidita y las muñecas no se le dio porque su papá, dice, “yo creo que quería un varón”.

Su formación política empezó con los jesuitas. La teología de la liberación le abrió otros mundos cuando apenas tenía 14 años de edad y fue creciendo con talleres de fe y política. “En ese tiempo trataba de captar las ideas y luego, en las reuniones de jóvenes, difundía las lecciones que aprendía, sin saber hasta dónde iba a llegar”. En la iglesia, el padre José Martín del Campo la ponía a rezar, pero le decía que el verdadero trabajo cristiano estaba afuera.

| Empezamos a convocar a la gente de Candelaria que tuviera problemas con sus recibos y se juntaron 80 personas. Así iniciamos la lucha |

 

Después Sara se fue a Xpujil y ahí se metió de lleno al trabajo de las comunidades eclesiales de base y organizó un taller sobre cooperativismo con un grupo de jóvenes mujeres. Trabajaban también con la soya, en ese momento no transgénica, y sus formas de procesamiento, apicultura y tiendas.

La joven Sara empezó a salir de Campeche para realizar trabajo comunitario. Y así llegó a cortar café a la Nicaragua sandinista. También trabajó con los refugiados guatemaltecos que llegaron a Campeche y Quintana Roo, a quienes impartía talleres de herbolaria y de odontología.

La palabra tenacidad es la que mejor representa a esta mujer concejala que de niña sólo estudió la primaria, pero se empeñó en terminar la secundaria en el Instituto Nacional de Educación para Adultos. Luego tomó talleres de odontología y medicina general con alumnos de la UAM Xochimilco y con médicos de otros países que llegaban a Campeche a proporcionar capacitación para que después ella y sus compañeras entraran a las comunidades a las que no llegaban servicios de salud.

Pata de perro como ninguna, hizo de su mamá una cómplice para las salidas que el padre le impedía, pues la tradición indicaba que sólo hasta después de casarse podía irse de la casa paterna. Ella y su madre se las arreglaron para que esto no sucediera. No era noviera, así es que con su primer amor duró 16 años casada. Tuvo con él cuatro hijos, todos hoy mayores de 30 años. Luego se volvió a casar y de ese matrimonio nació su quinto hijo, hace 20 años. Y entre uno y otro jamás dejó de luchar. Amamantaba al mismo tiempo que se involucraba en la defensa de los derechos humanos de la comunidad y en la defensa del territorio.

El divorcio en una comunidad no es nada sencillo ni común. Sara lo enfrentó y se salió de su casa con sus cuatro hijos de entonces. En ese momento cargaba una orden de aprehensión en su contra, así es que su huida fue doble, pues su ex esposo amenazaba con entregarla. Había participado durante dos semanas en un bloqueo carretero por la falta de agua en Xpujil y era perseguida. Sus compañeros de lucha la escondían en la montaña y su esposo llegaba a buscarla amenazando con entregarla, lo que la obligó a salir de la comunidad, donde dejó todas sus pertenencias. Con sus cuatro hijos y un poco de ropa regresó a Candelaria. Y volvió a empezar.

En ese momento la gente estaba muy enojada por los altos cobros de energía eléctrica. Sara puso una farmacia en el centro y le llegaba el recibo de mil pesos, pero empezó a triplicarse la tarifa y ya no podía pagar. Luego, junto a su familia, instaló una purificadora de agua, pero prácticamente trabajaban para pagar la luz. “Empezamos a convocar a la gente de Candelaria que tuviera problemas con sus recibos y se juntaron 80 personas. Así iniciamos la lucha”. Eran ella, su nueva pareja y su cuñado los que convocaban. Los mismos que se integrarían después al movimiento zapatista de La Otra Campaña.

Nueve meses tras las rejas

Fueron años de lucha y organización en los que miles de personas conformaron un movimiento de resistencia y se negaron a pagar los excesivos cobros. En 2009, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) la demandó por el delito inventado de privación ilegal de la libertad a un funcionario. Les llegaron citatorios a ella y a su compañero y dos abogados les fueron facilitados por la entonces senadora Rosario Ibarra de Piedra, quien se unió a la defensa encabezada por David Peña, de la Red Nacional de Resistencia Civil contra las Altas Tarifas Eléctricas.

La Procuraduría General de la República (PGR) la perseguía y se establecieron mesas de diálogo cuyos acuerdos no se cumplieron. El movimiento pactó permitir la instalación de casillas para las elecciones municipales y estatales a cambio de que desistieran de las demandas. “Se firmó la minuta y dejamos instalar las casillas, pero antes de eso hubo un corte masivo de energía eléctrica, lo cual violaba el acuerdo con el gobierno, pues no se trataba sólo de que no nos detuvieran, sino de que tampoco atentaran contra el servicio. Fuimos muchos a exigirle al responsable de la CFE que reinstalara el servicio, quien dijo que iría con nosotros, pero en realidad él sólo estaba viendo quiénes participábamos”.

El representante de la CFE les dijo que no tenía camioneta para acompañarlos, que si podía irse con Sara, y ella, con cierta ingenuidad, dijo que sí. “Yo iba manejando y al lado iba el representante de la CFE, y por eso me acusaron de privación ilegal de la libertad”. El gobierno lo tenía todo planeado. Dejaron que pasaran las elecciones y enseguida la detuvieron a ella y a otros cuatro compañeros. Era el 9 de julio de 2009.

A las cinco de la mañana la despertaron los madrazos en la puerta de su casa. Sara escuchó los gritos de sus hijos y se incorporó “sin saber qué chingados hacer”. Tomó el celular para resguardar la lista de contactos. Entraron. “No sentí miedo, sino odio, coraje, impotencia”. A ella y a su compañero se los llevaron en una camioneta con la cabeza entre las piernas durante tres horas y media.

| En la cárcel, Sara volvió a sacar su carácter y, pese al miedo, se rebeló contra los malos tratos. Fueron, sin duda, los nueve meses más difíciles de su vida |

 

“Llegamos a la PGR en Campeche y yo iba toda adolorida, con los ojos hinchados y calentura. Cuando bajamos vi a los otros tres compañeros de la lucha detenidos, entre ellos el encargado de moverse si nos detenían. La otra compañera estaba llore y llore. Me sentía responsable porque nosotros los invitamos a la resistencia y ellos aceptaron. Traté de ser fuerte. Después de que nos tomaron las fotografías en diferentes poses, nos metieron al penal San Francisco Kobén”. Y ahí, a punto de separar a los cinco activistas en las secciones de hombres y mujeres, los detenidos se abrazaron y se despidieron. Los acusaron de privación ilegal de la libertad a un funcionario y de obstrucción de un servicio público.

En la cárcel, Sara volvió a sacar su carácter y, pese al miedo, se rebeló contra los malos tratos y enfrentó lo mismo a los custodios que a la directora del penal. Fueron, sin duda, los nueve meses más difíciles de su vida. Los abogados consiguieron que para salvaguardar su integridad los mantuvieran en un lugar seguro y juntos. “Aquí no hay lugar seguro, pero los voy a mandar a la clínica, ahí van a estar los cinco”, les dijo la directora.

Más de cien tapetes tejió Sara durante esos meses y leyó cuanto libro se le acercó. Empezó también a escribir parte de su vida, los momentos que vivía en la cotidianidad de la cárcel, la rabia y el dolor que sintió al enterarse del asesinato de su amiga, la también activista y defensora Beatriz Cariño Trujillo, la caída de su hijo que le hizo perder la memoria, entre otras angustias que se mitigaban al escribirlas. Afuera las cosas no estaban mejor. A sus hijos los seguía la policía y hasta helicópteros sobrevolaban por encima de la casa. “Fue una cacería tremenda, había 36 órdenes para los compañeros”, situación que no le permitía mucho tiempo para la tristeza. Desde la cárcel sostenía reuniones con gente del movimiento y diseñaban estrategias. En la cárcel, el día de su detención, pudo ver las listas con los nombres de sus compañeros con órdenes de aprensión, memorizó los que pudo y en cuanto tuvo oportunidad se los comunicó para que escaparan.

En torno a su encierro se organizó una campaña nacional e internacional exigiendo su liberación. Los cinco se pusieron en huelga de hambre durante 15 días y Amnistía Internacional se ocupó del caso. Creció la presión hasta que fueron liberados bajo fianza. Y más tardaron en ser liberados que en darle continuidad a un trabajo organizativo que ni en la cárcel soltaron.

Son once años ya desde que iniciaron el movimiento contra el servicio y las tarifas impuestas por la CFE. Las demandas del movimiento son que la energía eléctrica se considere un derecho humano y tener una cuota bimestral “que se pueda pagar”. Negarse a pagar fue el primer acto de resistencia pacífica. Empezaron a organizarse alrededor de 80 personas, pero en un lapso de dos o tres meses ya eran más de 3 mil de 30 comunidades de Campeche. Una de las protestas más representativas fue cuando la CFE acudió a instalar nuevos medidores. La gente los quitó todos “porque nada más servían para robar, ya que la CFE los maneja a su antojo”.

La represión es la respuesta que se tiene a su demanda de una tarifa justa. Unos días antes de la entrevista detuvieron a uno de sus compañeros. Sara fue a la cárcel a verlo y junto a la familia tramitaba su liberación. La CFE “avanza en su trabajo de imponernos medidores digitales. Nosotros nos oponemos y viene el hostigamiento y la represión. El jueves detuvieron al compañero José Alberto Villafuerte García sin orden de aprehensión. Se lo llevaron diciendo que le harían unas preguntas en el juzgado y se lo llevaron al Cerezo Francisco Kobén, pidiéndonos una fianza de 250 mil pesos”. A Villafuerte lo acusaron de robo de energía eléctrica, a pesar de los acuerdos firmados con la Secretaría de Gobernación y con representantes de la CFE a nivel nacional. “Ésa es la situación actual del movimiento”, resume.

La devastadora palma africana, el despojo y la explotación

El camino a Candelaria está tapizado de sembradíos de palma africana, cultivo que destruye el medio ambiente y la diversidad cultural. Los investigadores Agustín y León Enrique Ávila Romero han documentado que en Campeche la siembran nuevos actores con mayor capital y con grandes extensiones de tierras, con prácticas similares a las que se dan en África, Sudamérica y Asia. El modelo de negocios que promueve, basado en una agricultura de contrato, explican los hermanos Ávila, “impulsa a los campesinos a desmontar la floresta para sembrar palma, lo que mercantiliza la economía campesina y deteriora las prácticas culturales propias de los grupos campesinos e indígenas con la llegada de agentes externo”. Las empresas transnacionales, explican, ven en este cultivo “un nicho de oportunidad” para abastecer de aceite a la industria alimentaria y de cosméticos, y en un segundo término convertir a biodiesel la pasta obtenida.

Sara López advierte que el gobierno de Campeche anunció la siembra de 120 mil hectáreas de palma africana en el estado, entre Candelaria, Palizada y Escárcega. “En muchas comunidades lo están rechazando, pero en otras lo están viendo como un medio de subsistencia, pues desconocen el problema de devastación, contaminación del suelo y aire”. El monocultivo de palma africana, continúa la Concejala, consume mucha agua y poco a poco va secando nuestro río, los arroyos, los ojitos de agua que hay en algunas comunidades”. De hecho, dice, “en la comunidad Pedro Baranda la sembraron hace muchos años y se secó el ojo de agua”.

Otra de las consecuencias del cultivo es que “donde se siembre ya no se podrá sembrar otra cosa porque la tierra queda infértil. Y la otra es la contaminación de la tierra, agua y aire por todos los pesticidas que utilizan”. Sara explica que es un círculo vicioso, pues la contaminación del agua incrementa la mortandad de los peces. Ejemplifica: hay una procesadora de aceite de la palma africana a la altura del río Candelaria, y este año, con las inundaciones, la planta empezó a tirar mucho aceite directo al río, lo que provocó la muerte de la fauna marina.

| Donde se siembre la palma ya no se podrá sembrar otra cosa porque la tierra queda infértil. Y la otra es la contaminación de la tierra, agua y aire por todos los pesticidas que utilizan |

 

Con la renta o venta de sus tierras para el monocultivo de palma, explica, la tierra se va empobreciendo y el campesino ya no puede sembrar frijol ni maíz, ni siquiera picante. Entonces llegó el gobierno con un programa de créditos para que los campesinos se dedicaran a la ganadería, “se endeudaron, cayeron en cartera vencida y ya no se pudieron recuperar”, por lo que muchos decidieron migrar a Estados Unidos o a los centros turísticos de la península, donde trabajan como albañiles o meseros. San Antonio y Florida son dos de las ciudades con grupos de campechanos ofreciendo su mano de obra, entre ellos el hijo de Sara que se va por periodos de dos años.

Campeche también padece la invasión de los cultivos transgénicos que llegó de la mano de los menonitas. La zona conocida como los Chenes es la más afectada, pero muy cerca de Candelaria, en el camino a Chetumal, “ya se puede ver a los menonitas sembrando soya transgénica”. Rumbo a Hopelchén, al oriente de la capital de Campeche, empieza la invasión de sorgo y soya. Desde ahí los empresarios distribuyen la semilla de la transnacional Monsanto, la madre de todos los males.

Otro ejemplo de la arremetida actual contra los pueblos mayas está en el pueblo ch’ol de Xpujil, la comunidad en la que Sara vivió muchos años. Aquí los pobladores originales han sido desplazados por la imposición del decreto de Reserva de la Biósfera de Calakmul, que les restringe el acceso a su territorio. La Concejala explica que “cuando declararon la reserva, desalojaron a varias comunidades y muchas que están dentro del núcleo de la reserva ahora no pueden sembrar. Si quieren hacer una casa y cortar una palma, no pueden porque están dentro de la reserva, y sí los pueden meter a la cárcel”. Justo hace unos días, una mujer con su leña fue detenida por los soldados, “pues ellos no pueden cortar leña en la reserva porque los detiene el ejército, pero los empresarios sí entran y hacen lo que quieren”.

Y a la lista de agravios se suma la invasión de proyectos turísticos en las paradisíacas playas de Ciudad del Carmen o Champotón, entre otras, donde les están arrebatando las tierras a base de engaños promovidos desde el gobierno. Es la privatización de los recursos naturales, explica Sara, y su trabajo como defensora la lleva a dar información a los pueblos y advertirles que si admiten la concesión del río Candelaria, “pronto serán maleteros en sus propias tierras”.

La conclusión es clara, dice Sara: “Si no nos organizamos, nos van a quitar lo que nos corresponde”.

Todo ha valido la pena

Tiene 52 años y, sin chistar, asegura que “todo ha valido la pena”, incluidos los reclamos de sus hijos por haberlos dejado mucho tiempo solos, como cuando se fue al corte de café a Nicaragua. “Ellos han estado conmigo antes de la cárcel, durante la cárcel y después de la cárcel. Sí apoyan, están de acuerdo con la lucha, y ahora son grandes y tienen que trabajar. Por eso yo soy la que anda movida y la única loca de la familia”.

De cabello largo, negro y rizado, guapa, alta y de sonrisa serena, Sara López rehace nuevamente su vida al lado de un nuevo compañero. Disfruta la vida y la lucha y su pasión es el baile, tanto que “si diario hubiera bailes, yo diario bailaba”. Y lo mismo le da a la cumbia, a la salsa o al rock. No deja de escuchar a Silvio Rodríguez, música de los 80, de Los Ángeles Negros o tríos. Y antes, durante y después de la entrevista revisa su teléfono que no para de sonar. Se actualiza en las redes sociales y por medio de ellas mantiene contacto con el resto de los concejales.

| En el CIG nada está hecho, sino que tenemos que ir aprendiendo y haciendo. Es vivir la práctica y la teoría, hacerlo nosotros sin depender de nadie |

 

Dentro del Concejo Indígena de Gobierno ha ocupado la comisión de prensa, por lo que le ha tocado lidiar con las urgencias del gremio periodístico. “En el CIG nada está hecho, sino que tenemos que ir aprendiendo y haciendo. Es vivir la práctica y la teoría, hacerlo nosotros sin depender de nadie”.

Su compañero actual le reclama tiempo, pero “el movimiento, la lucha, es mi vida. Así me conoció, y es muy difícil que lo deje”. Aunque a veces, reconoce, le hace falta el apapacho y la compañía, sobre todo en días como éste en el que detienen a un compañero y la tristeza la carcome. “Como persona y como mujer necesitas también el apoyo”, dice sonriendo.

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